EL CABALLO QUE CONOCIÓ LA GUERRA
EL CABALLO QUE CONOCIÓ LA GUERRA
© Jordi Sierra i Fabra 2006
(A Federico García Lorca)
Ay de ti, caballo, caballito
Ay de ti, perdido en la ribera
Relinchando al viento
Herido
Ay de ti, que lloras miedo
Y la sangre de esta tierra
El caballo corría, asustado, desbocado. Corría y corría sin comprender por qué el mundo hervía y la tierra se desgajaba con cada explosión. Corría y corría
ciego, atropellado, sin entender por qué la muerte asomaba en cada esquina. Corría y corría bajo un cielo rojo que daba zarpazos de cólera en su alma.
El caballo recordaba a duras penas que apenas unos días antes era feliz, en su casa, en su caballeriza, con sus amos, con los niños, con las mujeres. Trabajaba
en el campo, pero le daban de comer, le acariciaban, le montaban y le susurraban al oído palabras de afecto. Las palabras que todos los caballos sueñan
de noche y viven de día cuando saben que son felices.
Pero eso había sido unos días antes.
Muy lejos.
Antes de que amaneciera la guerra.
De pronto llegaron ellos, otros hombres, con uniformes y una lengua extraña, no con aperos de labranza sino cargados con sus armas. De pronto llegaron
los monstruos de hierro rodando sobre sus cadenas, aplastándolo todo a su paso, y el cielo se llenó de pájaros desconocidos cargados de silbidos. De pronto
llegaron las explosiones, la destrucción y la muerte.
¿Cuanto tiempo llevaba galopando sin destino?
¿Cuanto tiempo resistiría haciéndolo?
De vez en cuando caminaba junto a un muerto. De vez en cuando veía otras casas en ruinas. De vez en cuando una bala le pasaba rozando las crines.
Y alguien gritaba: “¡Comida!”
Ay de ti, caballo, caballito
Ay de ti, en la noche de la guerra
Gritándole a la Luna
Llameante
Ay de ti, que buscas la paz
En pos de una quimera
El caballo se perdió en el bosque, subió a la montaña, dejó el valle. El caballo ya no escuchó las explosiones, sólo el silencio, aunque sus ojos continuaran
invadidos por los fantasmas. El caballo lamió sus heridas.
Comió y bebió.
—Caballo —asomaron los primeros habitantes del bosque sus hocicos, plumas y patas—. ¿Qué ha sucedido allá lejos? ¿Por qué llegaste al galope, convulso
y herido, mientras detrás de ti mil fuegos azotaban el mundo?
Y el caballo les habló de la guerra.
No le entendieron, pero se estremecieron de miedo.
—No vuelvas a ese mundo si es tan peligroso —le dijeron—. Quédate con nosotros. Sé bienvenido.
El caballo se quedó en el bosque, libre, salvaje. A veces llegaba hasta la linde y miraba el mundo que había abandonado. A veces subía a lo más alto del
risco y se asomaba a la tierra que ya no temblaba por las explosiones. A veces relinchaba llamando a su amo, su ama, los niños de la casa.
A veces.
Pero pasó el tiempo y ya nada cambió.
La vida en el bosque era amable, fácil. Tenía amigos, lugares secretos a los que ir, fuentes de aguas cristalinas, la comida que necesitaba. Y era uno
de los animales más grandes del lugar, así que muchos lo respetaban, otros lo envidiaban, y todos le querían.
Mucho después hizo algo más que llegar a la linde del bosque o subir a un risco: se atrevió a volver al valle, para ver y saber, buscar y…
¿Qué?
Ay de ti, caballo, caballito
Ay de ti, tan perdido, solito
Caminando en el silencio
Asustado
Ay de ti, que nunca olvidarás
A que saben los truenos
Una mañana el caballo encontró a un hombre. O tal vez el hombre le encontrara a él. Los dos se dieron de bruces y se miraron. Los dos aguardaron sin apenas
respirar. Luego se acercaron. El caballo relinchó. El hombre le acarició. El caballo sabía que aquel hombre era nuevo, desconocido, y aún así supo que
lo amaba. El hombre se echó a llorar, se encaramó a su lomo y le condujo hasta un claro del bosque en el que aguardaban una mujer y dos niños. Todos le
abrazaron y el caballo ya no quiso volver a la montaña.
El hombre construyó una casa de madera. Luego cultivó la tierra con su ayuda. Después le trajo una yegua joven y bonita que agitó el corazón del caballo
como hacía mucho tiempo que nadie se lo agitaba.
La primera noche la yegua le preguntó:
—¿Qué tal se vive aquí?
Y el caballo le dijo:
—Bien, muy bien. El amo nunca te exige más de lo que puedas darle, no te agota, comparte los dones de la vida contigo. El ama te da de comer muy bien,
te habla y te mira a los ojos al hacerlo. Los niños te lavan y te cantan canciones, juegan contigo. Todo es perfecto y maravilloso, un regalo, sobre todo
después de la guerra.
—¿La guerra? —exclamó la yegua—. ¿Qué es la guerra?
El caballo reflexionó.
Se dio cuenta de que no sabía ni como explicarlo.
—La guerra es todo lo contrario a esto —dijo.
—¿Tan horrible? —se estremeció su compañera.
—Y más.
—¿Entonces por qué hubo una guerra?
El caballo ya no pudo responderle.
—El sol sale cada día, y no preguntamos por qué —se encogió de patas.
La yegua le sonrió.
Luego echó a trotar.
Y el caballo que había conocido la guerra la siguió, dócil, dispuesto para la vida aunque no para el olvido.
Porque eso, nunca, nunca lo haría.
Ay de ti, caballo, caballito
Ay de ti, que cargas recuerdos
Pasaron ya los gritos
Y los muertos
Ay de ti, que viviste la noche
Que te hizo amar al día.
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